El
hidalgo castellano Juan Pablo de Carrión, en opinión de muchos de aquellos que
lo conocieron, fue el único amigo que tuvo el rey Felipe II. Una amistad nacida
desde la adolescencia del propio monarca, que con el transcurrir de los años se
convirtió en confianza plena por parte de quien gobernaba el gran imperio.
De
vida disoluta, Juan Pablo tenía merecida fama de ser jugador, mujeriego,
bravucón, gran luchador, pero también amante del riesgo y de las gestas épicas,
siempre en beneficio de la Corona española. Dueño de un carácter indómito y
aventurero, nada tenía que ver con la forma de ser y pensar del rey, de quien
se decía que pecaba de excesiva prudencia.
Sin
embargo, Felipe II veía en aquel hombre el prototipo de personaje que le habría
gustado ser si no hubiera tenido tantas responsabilidades y obligaciones impuestas
desde la cuna. Lo admiraba como soldado por su arrojo ante cualquier peligro.
No aprobaba sus métodos, pero perdonaba sus muchos deslices, al pesar en el
ánimo real sus importantes servicios.
A
simple vista, no debían estar llamados a entenderse. Pero, a veces, las
contradicciones imperan sobre el sentido común de modo que, contra todo
pronóstico, se convirtió en los mejores ojos y oídos del soberano, en los
nuevos territorios conquistados. Acudió donde se le ordenó, y jamás dudó en presumir
de la amistad que le unía con el rey de las Españas.
Cuestionado
por muchos. Odiado por otros. Temido por casi todos con los que se relacionó,
sólo se interesó en servir fielmente a su señor pero… a su especial manera.
Esta
es su azarosa y trepidante historia.
A
los héroes anónimos que guarda nuestra historia.